Francisco Javier Hidalgo Prado

La llegada

 

Llegó a eso de las dos de la tarde a la estación de ferrocarril de la provincia proveniente de Madrid. El sol caía con la pesadez del mes agosto, el suelo de la estación abrasaba como una caldera en pleno rendimiento. A pesar de venir en mangas de camisa, y el alzacuellos quitado, el padre Ramírez sentía un calor insoportable, solo la idea de llegar a lo que sería su primera parroquia después de terminar el seminario le hacía sentirse satisfecho a pesar de lo incomodo y agotador del viaje.

Se encaminó hacia un puesto de refrescos que había al otro lado del andén para tomarse una limonada fresca y apaciguar la reseca garganta cuando se le acercó un hombre y llamándole la atención le dijo.

- ¿padre Ramírez?

- si

- buenos días, soy Jacinto, el cochero que por encargo del padre Matías le tengo que    trasladar al pueblo.

- muchas gracias, Jacinto, pero déjeme que primero me refresque un poco. El viaje ha sido agotador, y necesito beber algo fresco.

El padre Ramírez se tomó una gaseosa con hielo, y por la reacción de su gesto debió sentarle como estar a las puertas de la gloria. Se volvió hacia Jacinto y con un gesto de su mano le invitó a tomarse un refrigerio, a lo que este con otro gesto le indicó que no.

- nosotros estamos acostumbrados a estos calores padre. Y bien haría usted, en ir terminando si no quiere que se nos eche la noche antes de llegar al pueblo. E de decirle que el padre Matías se suele acostar temprano, al no ser que tenga algún velatorio al que asistir o alguna extremaunción.

- disculpa Jacinto, llevas razón, voy al instante.

El padre Ramírez pagó al muchacho la gaseosa y se puso a disposición del cochero. La destartalada diligencia más bien parecía el escombro ruinoso que dejan los bombardeos de una batalla feroz, por lo que el padre le dijo al cochero que prefería ir sentado a su lado en vez de en el interior, y a modo de broma le dijo al cochero:

- prefiero ver en qué momento voy a perder la vida.

- usted sabrá padre, pero le digo que bien haría en taparse la boca y la nariz si no quiere perderla a causa de tragar el polvo del camino.

Esta aseveración le causó al padre Ramírez cierta gracia “¡como si dentro del carruaje no entrase polvo!” pensó.

 

Estaba claro que Jacinto era hombre de parcas palabras, aun así, el padre Ramírez intentó que el camino fuese lo más entretenido posible, y se dispuso a abrir conversación.

- dime Jacinto, ¿cómo es el pueblo? Sus gentes, sus casas. Sus costumbres. ¿Qué cosas tiene, y de que carece?

- pues mire usted, en el pueblo hay de todo, y no hay de nada. Sus gentes son como son, o son como pueden ser, unas veces estamos bien, y otras estamos menos bien, como en todos sitios, ¡digo yo! Pero supongo que el padre Matías antes de irse, ya le pondrá al día del lugar, sus gentes, y sus costumbres.

- ¿pero la gente posee lo necesario para vivir dignamente?

- la gente vive como vive, unos mejor, y otros peor. Cada uno tiene lo que tiene, y lo quiere tener. Que hay gente que se lo gana, y otra que no. Si eres capaz de trabajar con entusiasmo, vives con dignidad, si, por el contrario, pones pegas para los trabajos que te ofrecen, pues tu sabrás que tipo de vida has elegido, pero no quieras vivir como el que trabaja duramente. Trabajo hay de sobra para quien quiera doblar el lomo.

“mire usted, cada día estoy más convencido de que hay pobres que viven muy a gusto siéndolo, no me pregunte usted por qué.

El recién llegado guardó un largo silencio, intentando comprender lo que el lugareño le acababa de decir.

El padre Ramírez, a pesar de su juventud era un hombre de ideas claras y convencido de que la iglesia estaba bastante alejada de los evangelios. Él, pretendía llevar la indiscutible bondad de dios a todas aquellas personas que estaban inmersas en una injusta miseria. No entendía que hubiese gente que le sobraba el dinero, mientras otros carecían de las más mínimas condiciones para vivir con dignidad. Pero era consciente que se tendría que enfrentar a poderes difíciles de combatir, pero tenía el pleno convencimiento que con tenacidad lo podría conseguir al menos entre sus parroquianos.

Llegaron al pueblo bien entrada la tarde, casi al anochecer. El carro se dirigió a la casa que tenía el párroco, cedida por el consistorio municipal, la misma casa que le fue arrebatada cuando llegó la segunda república, y que le fue devuelta una vez que el alzamiento del general Franco ganó dicha guerra.

El padre Matías salió a la calle al escuchar el rodar del carruaje, y sospechando que sería la llegada del padre Ramírez se apresuró a darle la bienvenida.

- Ya tenía ganas de su llegada.

- Pues ya me tiene usted aquí Padre Matías, dispuesto a ponerme a su disposición.

- Si, si, pero eso será mañana, por ahora le toca entrar a cenar y descansar después de            tan largo viaje. Pase, pase – y dirigiéndose al cochero dijo - Jacinto entra el equipaje del padre Ramírez a la casa por favor, hijo.

- Lo que usted mande padre.

- No es necesario Jacinto – intervino el recién llegado -, ya lo hago yo.

El padre Matías sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo blanco y deshaciendo los nudos que le hacían parecer una taleguilla extrajo dos pesetas y se las entregó a Jacinto.

- Toma Jacinto, dáselo a la Encarna que bien sabrá ella donde lo emplea.

- Gracias padre, pero no es necesario, yo esto lo he hecho porque es mi deber como cristiano y temeroso de dios que soy.

- Calla hijo, calla y cógelo. ¡Y no se hable más!

El hombre cogió las monedas.

- Si no desean ustedes nada más, me voy a casa, que mañana toca ir al campo a faenar.

- Puedes ir con dios hijo – le dijo el párroco Matías.

Los dos curas se introdujeron al interior de la casa.

 


 

Villa olías

 

Villa Olías era por aquella época un pequeño pueblo de apenas doscientos habitantes que se emplazaba a pie de un monte rocoso, y arboleda escasa y desigual. Su economía se basaba en la vid y en el olivo, aunque de esto último la verdad es que no podían presumir pues su producción era mas bien poca y de baja calidad. Claro está que en aquella época cualquier cosa valía, pues era tanta la necesidad de aceites, que a pesar de su baja calidad no se vendía del todo mal. El pueblo, como todos los pueblos de España sufría la pobreza de posguerra, sobre todo aquellas personas que de una manera u otra se habían puesto de perfil en guerra o eran de alguna manera parientes de gente que habían estado del lado de la república.

Las calles, empinadas y sin asfaltar eran estrechas, hasta el punto de que en algunos sitios las casas que se encontraban unas en frente de otras apenas guardaban dos metros de distancia. Eran casas de un blanco esplendoroso que con los rayos de sol llegaban a deslumbrar a quien las miraba fijamente. En cada lado de las puertas la gente ponía macetas de geranios, claveles, y otras flores más silvestres, pero no por ello menos hermosas. La plaza, enclavada en el centro del pueblo, era pequeña, pero con un encanto medieval y morisco. En el centro de esta se encontraba un pilote de hormigón terminado en punta que parecía el obelisco filosofal, pero que en realidad representaba, un signo de las creencias religiosas milenarias de muchos pueblos de España donde se habían implantado diferentes creencias y religiones. A un lado el ayuntamiento, enfrente, la casa del hombre que regentaba la práctica totalidad de las tierras del pueblo, a excepción de las que pertenecían al gobierno de la nación, aunque estas también las administraba don Alfonso en representación del recién modificado ministerio de agricultura del glorioso alzamiento nacional que dejaba a la administración provincial gestionase los recursos agrarios de cada pueblo. A don Alfonso, con la llegada de la república le habían expropiado unas no muy grandes tierras que poseía y explotaba. Le habían dado la posibilidad de seguir administrando las tierras dando al campesinado unas mejores retribuciones en sueldos y porcentaje de ganancias. Don Alfonso se negó en redondo, y la república se vio obligada a tenor de la ley expropiarle la tierra y entregársela a los labriegos o yunteros. El ayuntamiento (bastante más pequeño que la casa de don Alfonso), poseía por el contrario unas puertas enormes que ocupaban buena parte de la fachada, hasta el punto de que tuvieron que adaptar el interior de tal manera que se pudiera hacer despachos para el alcalde y el secretario sin derribar las inmensas puertas. Hay quien dice que fue el capricho de los antiguos regidores del pueblo quienes mandaron instalar la puerta al ser un regalo de nadie sabe quién, y que pertenecía a una familia de los tiempos de Roma. ¡vaya usted a saber! Al fondo de la plaza unas escaleras de piedra de granito te llevaban hasta la calle que en línea recta alcanzaba la iglesia. Esta, hecha enteramente de piedra era sin duda la estructura mas valiosa n solo de Villa Olías sino de buena parte de las iglesias de la provincia, es por ello por lo que durante la república es el único edificio que no mostraba huella de violencia alguna tanto en su interior como en su exterior acuerdo este que habían pactado tanto el padre Matías como el alcalde de antes de la república con los republicanos a partir de abril de mil novecientos treinta y uno. A la derecha de la plaza salía la recién estrenada calle del Generalísimo donde se encontraba el bar, que a su vez era la tienda de ultramarinos. Este negocio lo regentaba la Fermina, mujer de ideas un tanto subversivas y podríamos decir que, de izquierdas. Pero que se lo pasaban por alto porque su marido había muerto en la guerra a las órdenes del mismísimo General Sanjurjo. Además, era prima hermana del actual alcalde. A la izquierda de la plaza en la misma calle del Generalísimo estaba la farmacia regentada por don Aurelio que a su vez ejercía de practicante y veterinario, y su labor en esta última materia era dar el visto bueno al escaso ganado que tenía el pueblo, una centena de ovejas, cuatro vacas y un toro manso. Claro está que a esta cuenta no le sumamos los cerdos que cada cual tenía en su casa ni los burros o mulas que cada cual tenía. El local de la fermina era la planta baja de su propia casa, un salón bastante amplio lleno de mesas y alrededor de cada una de ella cuatro sillas o banquetas no siempre emparejadas. Tenía un largo mostrador a dos niveles, el más alto que era para el bar propiamente dicho, y el más bajo para lo que se suponía que era el despacho de la tienda. El negocio, sin ser muy boyante hay que reconocer que no le iba nada mal, pues a pesar de que eran muchas casas las que se proveían de su propio vino o aceite, carecían de la calidad que ofrecía la Fermina traídos de otros lugares, y los hombres del pueblo al terminar la jornada de trabajo se acercaban antes de llegar a casa a tomarse unos chatos y hablar entre ellos de las cosas de la vida. Eso sí, cosas que no le comprometieran con respecto a política, ya que de costumbre el Sargento de la guardia civil solía presentarse a tomar también unos vinos y a ver lo que se cocía entre los habitantes del pueblo, que no todos le eran fiel al caudillo, aunque lo tratasen de disimular. Muchos era los que rondaba a la viuda Fermina, no ya solo por su Hacienda sino también porque a pesar del escrupuloso luto que vestía era una mujer realmente hermosa que conservaba aún rasgos de juventud. Alta, espigada, de cabellos rubios como la espiga en cosecha, unos ojos verdes que parecían que se le saldría de los parpados, y unos labios rojos como las amapolas de primavera. Pero la Fermina se limitaba a sonreír en algunos casos, y otros a mandar con viento fresco a los frescos que envalentonados por los efluvios del alcohol se atrevían a insinuar alguna cosa a la dueña del bar.

Al final de la calle dieciocho de julio, casi a las afueras del pueblo se encontraba la cooperativa donde se pisaba la uva y se daba molienda a la aceituna no solo del pueblo sino también de los pueblos de alrededor que no contaban con un lugar donde elaborar los caldos de la vid ni del olivo. Más arriba del pueblo, ya bien metida en la montaña, sobre una explanada de dura roca, se encontraba una pequeña ermita. La ermita solo se utilizaba en las fechas de las fiestas patronales, recuperando la tradición de hacer culto al patrón y la patrona de este pueblo tradicionalmente religioso.


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Comentarios

  1. Veo qué estás probando un nuevo formato. Me gustaría saber qué papel juega el cura en un pueblo muy cerrado de mente, y la mujer de la cantina parece qué tiene un papel muy importante en esta historia

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